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LA MALDAD BIENVENIDA

Una obra de Francesc Torres para El Born, Centre de Cultura i Memòria, Barcelona, 2023.

¿POR QUÉ LA GUERRA?

PERQUÈ ÉS POSSIBLE,
EMINENTMENT HUMANA,
EMOCIONALMENT PODEROSA
I ­-DE VEGADES­-
NECESSÀRIA.

 

Conversación de Melos

Voy a empezar este texto hablando de la Guerra del Peloponeso, la más moderna de las guerras antiguas. Durante esta guerra se produjo un malhadado suceso contado por Tucídides, estudiado en todas las academias militares del mundo, citado decenas de miles de veces en los últimos dos mil quinientos años y que se conoce con el nombre genérico de “La conversación de Melos”. En este intercambio entre los atenienses y los representantes de la ciudadanía de la isla cicládica de Melos (o Milo, de escultórica fama), en el Mar Egeo, los primeros exigían a los segundos que se unieran a la Liga Ática (imperio ateniense) contra Esparta y sus aliados peloponesios. Los mélidos respondieron razonablemente que eran neutrales, que en el pasado habían ayudado tanto a unos como a otros cuando aún no eran enemigos; habían comerciado con ambos, muchos espartanos y atenienses habían encontrado esposa entre las mélidas y viceversa y que, por lo tanto, les parecía una barbaridad injustificable romper este estado de cosas tan beneficioso para todas las partes. Los atenienses respondieron que les importaba un comino lo que había sucedido en el pasado y que si Melos no se unía a Atenas invadirían la isla, matarían a todos los varones en edad militar, a todas las personas ancianas y venderían o se quedarían como esclavos a las mujeres y los niños. Los mélidos, indignados, les respondieron que cómo eran capaces de amenazar con algo tan cruel e injusto contra alguien que jamás había sido deshonesto ni torticero con Atenas. La respuesta ateniense: “Porque podemos”. Esta atrocidad perpetrada por Atenas en el año 416 a.C., escandalizó lo suficiente a Eurípides para llevarlo a escribir la obra anti-bélica Las Troyanas, de manera que sus compatriotas pudieran reflexionar elípticamente sobre las guerras in toto y las miserias que conllevan.

       

Este episodio podría tentarnos a considerarlo como explicación universal de la pervivencia tozuda de la guerra en los asuntos humanos, que se ejerce cuando existen razones justificables, reales o percibidas, junto con calculadas garantías de éxito (nunca se ha ido a la guerra con la ideas de perderla). Pero, aunque significativa y tersamente clara, la respuesta ateniense no llega a escarbar más allá de la piel del problema de la guerra, aparte de que sea siempre una manifestación política por otros medios, lo que tampoco lo explica todo, como tampoco lo explica todo decir que la raíz de la guerra es económica. La guerra, como el arte y la religión, es una de las manifestaciones más complejas, potentes y profundamente humanas que existen.

 

¿Qué es la guerra?

Barbara Ehrenreich en su libro sobre los orígenes sagrados del guerra propone que la guerra, cuando se gana, es la representación simbólica del “momento” en que dejamos de ser presa para convertirnos en el depredador más implacable de la historia del Universo, o en un lenguaje más llano, cuando dejamos de ser almuerzo para convertirnos en comensales. Habrá otras teorías, pero todas las explicaciones de sus causas con la intención manifiesta de encontrar las herramientas necesarias para su erradicación fracasan -o se quedan cortas- a causa de su insondable magnitud porque, en lo fundamental, no se acaba de comprender en su pulsación más primal. Es siempre más fácil de determinar lo que no es que lo que es de las cosas. Sabemos, por ejemplo, que la guerra no es un fósil comportamental que arrastramos desde que nos bajamos de los árboles sin poder quitárnoslo de encima. No tiene nada que ver con la biología aparte de que no se puede combatir sin agresividad, que es una respuesta genética. Pero una pelea multitudinaria con muertos incluidos entre pandilleros o seguidores de equipos contrarios de fútbol no es guerra. Una guerra se declara (cada vez menos, es cierto), es decir, se pacta; es un proceso dialéctico de comunicación contundente entre combatientes, tiene reglas, leyes escritas, patrones de conducta, étos, está aceptada por las principales religiones, tiene etiqueta en el vestir, dispone de base tecnológica, económica, política, lenguaje propio e iniciático –que un civil no entiende, como la feligresía analfabeta medieval no entendía el latín de los curas ante el que quedaba pasmado– y con una inercia natural a ser total (las guerras limitadas o se pierden o no consiguen resultados concluyentes).

La carrera militar es una profesión honorable, en toda regla, que se aprende en escuelas altamente especializadas de rango universitario como Saint Cyr en Francia, West Point en Estados Unidos, Sandhurst en el Reino Unido o la Academia Fruntze de Moscú. Valga como ejemplo el ingreso de la heredera de la monarquía española en la Escuela Militar de Zaragoza. También se aprende en la escuela primaria y secundaria de todos los países de manera indirecta a través de las efemérides históricas de carácter bélico de cada país de las que prácticamente casi nadie reniega. Y, finalmente, se aprende jugando. De todo esto se desprende que si la guerra es algo discernible e incuestionable es que se trata de cultura de primera magnitud, totalmente integrada en el tejido social, como fuerza determinante en la creación de los Estados, como motor de innovación tecnológica y cambio social lo que comporta e implica, según Ian Morris, la paradójica y perversa capacidad civilizatoria de la reducción estadística imparable de la violencia sistémica, por ejemplo.

La reducción, no la eliminación. Seguramente está el lector reaccionando de la misma manera que reaccioné yo cuando leí al autor que menciono. Morris empieza War: What Is It Good For avisando al lector de que va a odiar todo lo que se dice en él y va a odiar, sobre todo, al propio Morris por decirlo. A partir de ahí dedica las siguientes 350 páginas del libro a demostrar muy eficazmente su tesis que se puede reducir a lo siguiente: mientras en el Pleistoceno el porcentaje de muertes por conflicto violento era del 20% –una salvajada, aunque fuésemos cuatro gatos– actualmente, contando las dos últimas guerras mundiales y todas las demás que las han acompañado, Holocausto incluido, estamos en una fracción porcentual de menos del 1.

Aunque no todos seamos conscientes de este hecho –y aceptando que sea defendible– se podría aventurar que, si es tan difícil erradicar eso tan eminentemente humano que llamamos guerra, es porque de alguna manera no somos completamente ajenos a la sospecha de que el conflicto armado –y no lo estamos justificando– no sea tan inútil como parece y, por ende, esa “utilidad” la haga aún más trágica, moralmente, de lo que estamos dispuestos a aceptar. Morris dice que los Estados está indefectiblemente ligados a la guerra porque acostumbran a ser un resultado de ella y, una vez están consolidados, tienden a ofrecer protección y seguridad a sus ciudadanos incluso, ojo al dato, cuando esos estados no son democráticos. Todo Estado prefiere que sus ciudadanos trabajen, creen riqueza y paguen impuestos en lugar de utilizar esta energía para matarse entre ellos, que es lo que sucede en estados fallidos como Haití, Siria o Libia. Un ejemplo actual que nos concierne: si Ucrania pierde su guerra contra Rusia dejará probablemente de existir como tal, y si la perdedora es Rusia es concebible que sea ella la que se desintegre. Las consecuencias de ambos resultados pueden ser catastróficas a nivel mundial. Moral y justicia aparte, ambos países saben lo que se juegan. Europa y Estados Unidos también lo saben.

 

El conflicteo armado: un ritual atávico del ser humano

Pienso que la percepción y aceptación puntual del conflicto armado por parte de la ciudadanía de cualquier país están condicionadas por una constelación de lugares comunes destinada a camuflar verdades tan insoportables de aceptar sobre nosotros mismos que acaban forzando una narrativa intelectualmente deshonesta y éticamente laxa, que permita sacarle hierro a la evidencia de que el ser humano es capaz, con inquietante facilidad e incluso entusiasmo, de pasar de una situación de paz a una de guerra cada vez que se presenta la ocasión, cosa que sucede con una regularidad casi litúrgica. Baste observar el metraje cinematográfico documental filmado al principio de la Primera Guerra Mundial, sobre todo en Francia, durante el período de movilización y salida de las tropas hacia el frente. Todo sucede en un ambiente festivo, carnavalesco, con las columnas de soldados desfilando sonrientes, flaqueados por mujeres alegres que les despiden con arengas y pañuelos blancos como si partieran a participar en un evento deportivo. Todo el mundo gritando que la guerra habrá terminado antes de Navidad. Ya sabemos lo que sucedió después (incidentalmente la actual guerra de Ucrania, según el propio Pentágono, iba a durar literalmente tres días).

También sabemos que después de dos guerras mundiales, más las guerras civiles de España y Grecia, Sudáfrica, Ruanda, más Corea, Vietnam, las guerras de Oriente Medio, los Balcanes, las dos del Golfo, etc., en el siglo XX, hemos empezado el XXI con más de lo mismo en Irak, Afganistán, Siria, Libia, Ucrania y la posibilidad de un enfrentamiento entre E.E.U.U. y China cada vez menos teórico. Por lo tanto, está claro que el potencial disuasorio de la experiencia vivida es nulo dado que no evita la repetición de un ritual pavoroso que supera siempre en desastrosa magnitud el conflicto anterior, basta si no ver las estadísticas de las dos guerras mundiales del siglo pasado para constatar que los cincuenta millones largos de muertos de la segunda de ellas, la mayor catástrofe humana de la Historia, no sirven para disuadir todas las repeticiones de la misma tragedia que han tenido lugar después, incluidas las limpiezas étnicas de los Balcanes en la misma autosatisfecha y civilizada Europa coincidiendo con la conmemoración del cincuentenario del fin de la II Guerra Mundial que hemos citado. La experiencia del Somme en la Primera Guerra Mundial, una batalla que duró casi cinco meses, del 1 de julio al 18 de noviembre de 1916, produjo un millón de bajas y no cambió absolutamente nada, ni en el campo de batalla, ni en el transcurso de la guerra, ni en la mentalidad de los combatientes de las mismas nacionalidades que se enfrentaron de nuevo veinte años más tarde en los mismos campos de batalla. Sólo el primer día de la ofensiva del Somme los ingleses tuvieron 57.000 bajas de las que 19.000 fueron mortales. Esta fue la guerra, no lo olvidemos, que debía acabar con todas las guerras; lo mismo se dijo de la Guerra de Crimea librada sesenta años antes.

Mientras nos es casi imposible en las sociedades democráticas desentendernos de la guerra de la que siempre somos cómplices, mal nos pese, empezando por el momento en que pagamos los impuestos necesarios para financiar unas fuerzas armadas que solo sirven para una cosa, se nos plantea la disyuntiva de que por mas terribles que sean las guerras, algunas se tienen que librar por imperativo moral. La II Guerra Mundial es el perfecto ejemplo. Sin la victoria Aliada sobre el totalitarismo alemán, italiano y japonés viviríamos ahora en un mundo muy distinto e incuestionablemente peor en todos los sentidos. Con el fascismo solo puede hacerse una cosa, destruirlo, y creo que el lector convendrá conmigo en que, si se hubiese podido hacer con Franco lo que se hizo con Hitler y Mussolini, España no hubiese sido el país tan trágicamente miserable que fue durante buena parte del siglo XX. De hecho, España sigue siendo sociológicamente lo que es como consecuencia directa del franquismo que se mantiene como opción ideológica dentro del espectro político actual en el que la democracia no ha servido de antídoto para mantenerlo a raya, a pesar de haber vivido y sufrido una guerra civil y cuarenta años de dictadura, de lo que cada vez menos españoles quieren acordarse.

 

La Maldad Bienvenida

Cuando se me propuso realizar un proyecto para El Centro Cultural del Born sobre la guerra, me pareció fundamental dejar claro que no valía la pena el esfuerzo ni el gasto de dinero público simplemente para decir que la guerra es una salvajada inaceptable. Eso ya lo sabemos y no sirve, desgraciadamente con las estadísticas en la mano, para nada. Había que ir mucho más allá en un intento de entender y exponer por qué existe como una maldición bíblica imposible, aparentemente, de ser erradicada del registro comportamental humano. Que no sucede sólo porque haya unos pocos malvados con mucho poder que la hacen posible cuando conviene, ni mucho menos. Hay desalmados como Putin que sacan réditos políticos con el uso indiscriminado de la fuerza militar para mayor gloria de la Madre Patria y suya de propina, pero el problema es más complejo y va más allá que eso. Todos somos responsables y estamos metidos hasta las cejas en el estallido de un conflicto armado porque una guerra, igual que un bautizo, no es posible si el material humano no se presenta para el acontecimiento y no ha habido guerra en toda la historia de la humanidad que se haya tenido que suspender por deserción masiva de los ejércitos implicados. De ahí el título sarcástico de este proyecto.

Paso a hablar de los elementos que componen la instalación y del hecho de que todos ellos son equívocos, de doble significado, y su articulación narrativa no afirma ni niega, justifica ni condena. No hay moralina ni moraleja. Todo se manifiesta con una concreción implacable de forma que, si se llega a producir una reacción catártica, en el sentido griego clásico del termino, sea fuera de ella, fuera de la obra, en la mente de la espectadora o espectador, en ese espacio analógico donde todas las alternativas son posibles. Espero haberlo conseguido, aunque no puedo estar seguro.

El elemento central es un vehículo militar. Si fuese un carro blindado su significado sería inequívoco a tono con su función, tamaño y armamento, pero se trata de una ambulancia, un vehículo destinado a salvar vidas, un oxímoron en una situación de guerra abierta. Un tanque también puede tener una función “moralmente” positiva si se emplea para derrocar a un tirano como Hitler, por ejemplo, pero quería algo mucho más ambivalente. Quedémonos con que tan militar es una ambulancia como lo es un carro de combate. Aquí el vehículo está amorrado contra una pared y aguanta, sólo por presión, un huevo fresco, la vida; si aprieta demasiado lo aplasta, pero si lo deja caer el resultado no es mejor. La naturaleza del poder consiste en su capacidad de implementar una de las tres opciones posibles, dando a entender que el sentido común natural, aceptará la presión constante del poder mientras ni aplaste ni deje caer, de manera que sea el débil de motu propio el que pida ser “protegido” por el poder real del Estado mediante su monopolio real tanto de la violencia como de la benevolencia. Eso explica, por ejemplo, la aceptación de la fuerza policial, siempre preferible al temor que inspira su ausencia o, más todavía, a una población civil armada hasta los dientes.

Al otro lado de la pared que se enfrenta a la ambulancia, se encuentra una imagen mural iconográfica de la II Guerra Mundial, a saber, la famosa fotografía de Eugene Smith tomada en Saipan en 1944, en la que un marine norteamericano sostiene a un bebé japonés desnudo y vivo que acaba de encontrar en un agujero, debajo de unas piedras, mientras un compañero lo observa. En esta imagen monumental y ambigua, un soldado cubierto por la mugre de semanas en abominables condiciones de combate, durante las cuales posiblemente haya matado a un número indeterminado de combatientes japoneses en los escenarios dantescos de las selvas del Pacífico, se detiene para recoger del suelo a un bebé japonés de semanas que su madre quizá dejó escondido antes de suicidarse tirándose desde un acantilado al mar cercano. Eugene Smith está allí y dispara su cámara. Dispara sin matar a nadie. La potencia arrolladora de esta imagen reside en su bipolaridad, en su cruda representación del ser humano capaz de albergar bajo la misma piel la capacidad de matar al otro con la capacidad de salvarlo. Las mismas manos que sostienen al bebé sostuvieron el fusil y la bayoneta que quizá desventraron sin piedad media hora antes a un enemigo anónimo. Es una imagen indescriptible que anuncia la esperanza. La pulsión de sangre no atropella, a pesar de todo, a la piedad. Una segunda imagen, anamórfica, cubre el suelo bajo la ambulancia y permite ser vista correctamente desde un solo punto de vista. Esta imagen proviene de la guerra de Ucrania y fue tomada en Buja en 2022; muestra a un hombre civil desarmado al que los soldados rusos abatieron mientras se desplazaba en bicicleta. Cayó de costado con los pies en los pedales y así quedó. No le hizo falta atención médica alguna. El civil muerto es la víctima esencial de toda guerra, no hay otra con la misma carga moral. Algunas bicicletas reales más, viejas y maltratadas, se reparten por el espacio alrededor del vehículo y cierran el conjunto.

La ambulancia militar tiene los portones traseros abiertos de par en par, de manera que puede verse el interior donde una pantalla de plasma muestra un video en bucle compuesto por un collage de imágenes en movimiento procedentes de varias guerras y otros contrapuntos militares, que se entretejen con un plano secuencia de una joven madre amamantando a su bebé. Esta secuencia, que es el epicentro trágico de la pieza, puede alarmar al espectador/a que la lea literalmente en clave de denuncia de la maternidad como productora de la carne de cañón necesaria para alimentar tanto fábricas como frentes de batalla, imagen quizá paradigmática e indisoluble de la Primera Guerra Mundial, pero subyacente en todas las guerras desde el principio de los tiempos. La intención, por descontado, no es esa. Es mucho más primal y profunda, dado que no hay mayor contradicción trágica que la existente entre el nacimiento de un ser humano y la muerte no natural, masiva, presente en todas las guerras de la Historia, pero especialmente de las guerras de los últimos doscientos años a causa de su capacidad de adaptar la muerte a los procesos industriales y tecnológicos de la modernidad. Se mata en la misma magnitud en que se construyen automóviles y se fabrican chips electrónicos. Es algo sistémico. ¿La razón? La misma que dieron los atenienses a los habitantes de Melos hace veinticinco siglos: porque se puede. El poder, puede. Y es en el contexto de esta posibilidad tangible donde hay que plantear todas las preguntas e intentar encontrar todas las respuestas. El oscuro pozo de la guerra no tendrá fondo mientras el poder pueda.

He ahí las premisas de este trabajo a caballo entre el arte, la Historia y el milagro de no matar pudiendo hacerlo.

Francesc Torres, Jersey City, 2023.